¡ QUE NO NOS
MANIPULEN ¡
Quizás un
poco de conocimiento nos ayude a entender algunas cosas.
Con el
funcionario está pasando lo mismo que con la crisis económica.
Las victimas
son presentadas como culpables y los auténticos culpables se valen de su poder
para desviar responsabilidades, metiéndoles mano al bolsillo y al horario
laboral de quienes inútilmente proclaman su inocencia. Aquí con el agravante de
que al ser víctimas selectivas, personas que trabajan para la Administración
pública, el resto de la sociedad también las pone en el punto de mira, como
parte de la deuda que se le ha venido encima y no como una parte más de quienes
sufren la crisis. La bajada salarial y el incremento de la jornada de los
funcionarios se aplauden de manera inmisericorde, con la satisfecha sonrisa de
los gobernantes por ver ratificada su decisión.
Detrás de
todo ello hay una ignorancia supina del origen del funcionariado. Se envidia de
sus status-y por eso se critica-la
estabilidad
que ofrece el empleo, lo cual en tiempos de paro y de precariedad laboral es
comprensible, pero esta permanencia tiene su razón de ser en la garantía de
independencia de la Administración respecto de quien gobierne en cada momento,
una garantía que es clave en el Estado de derecho. En coherencia, se establece
constitucionalmente la igualdad de acceso a la función pública, conforme al
mérito y a la capacidad de los concursantes. La expresión de ganar una plaza
responde a la idea de que al funcionario no se le puede
o privar de su empleo publico, sino en los casos legalmente
previstos y nunca por capricho del político de turno. Cierto que no pocos
funcionarios consideran esa en términos patrimoniales y no
funcionales y se apoyan en ella para un escaso rendimiento laboral, a veces con
el beneplácito sindical, pero esto es corregible mediante la inspección, sin
tener que alterar aquella garantía del Estado de derecho. Los que más
contribuyen al desprecio de la profesionalidad del funcionario son los
políticos cuando acceden al poder. Están tan acostumbrados a medrar en el
partido a base de lealtades y sumisiones personales, que cuando llegan a
gobernar no se fían de los funcionarios que se encuentran. Con frecuencia los
ven como un obstáculo a sus decisiones, como burócratas que ponen objeciones y
controles legales a quienes piensan que no deberían tener limites por se
representantes de la soberanía popular. En caso de conflicto, la lealtad del
funcionario a la ley y a su función pública llega a interpretarse por el
gobernante como una deslealtad personal hacia él e incluso como una oculta
estrategia al servicio de la oposición. Para evitar tal escollo han surgido,
cada vez en mayor número, los cargos de confianza al margen de la
Administración y de sus tablas salariales, también se han provocado una
hipertrofía de cargos de libre designación
entre
funcionarios, lo que ha suscitado entre éstos un interés en alinearse políticamente
para acceder a puestos relevante, que luego tendrán como premio una consolidación
del complemento salarial de alto cargo. El deseo de crear un funcionariado afín ha conducido a la intromisión directa o
indirecta de los gobernantes en procesos de selección de funcionarios,
influyendo en la convocatoria de plazas, definición de sus perfiles y temarios
e incluso en la composición de los tribunales. Este modo clientelar de entender
la Administración, en si mismo una corrupción, tiene mucho que ver con la
corrupción económico-política conocida y con el fallo en los controles para
atajarla. Estos gobernantes de todos los colores políticos, pero sobre todo los
que se tildan de liberales, son los que, tras la perversión causada por ellos
mismos en la función pública, arremeten contra la tropa funcionarial, sea
personal sanitario, docente o puramente administrativo. Si la crisis es general,
no es comprensible que se rebaje el sueldo sólo a los funcionarios y, si lo que
se quiere es gravar a los que tienen un empleo, debería ser una medida general
para todos los que perciben rentas por
el trabajo sean de fuente pública o
privada. Con todo, lo más sangrante no es el recorte económico en el salario
del funcionario, sino el insulto personal a su dignidad. Pretender que trabaje
media hora más al día no resuelve ningún problema básico ni ahorra puestos de
trabajo, pero sirve para señalarle como persona poco productiva. Reducir los
llamados < moscosos > o días de
libre disposición que nacieron en parte como un complemento salarial en especie
ante la pérdida de poder adquisitivo-no alivia en nada a la Administración, ya
que jamás se ha contratado a una persona para sustituir a quien disfruta de
esos días, pues se reparte el trabajo entre los compañeros. La medida solo
sirve para crispar y desmotivar a un personal que, además de ver cómo se le
rebaja su sueldo, tiene que soportar que los gobernantes lo estigmaticen como
una carga para salir de la crisis. Pura demagogia para dividir a los paganos.
En contraste, los políticos en el poder no renuncian a sus asesores ni a
ninguno de sus generosos y múltiples emolumentos y prebendas, que en la mayoría
de los casos jamás tendrían ni en la Administración ni en la empresa privada si
sólo se valorasen su mérito y capacidad. Y lo grave es que no hay propósito de enmienda.
No se engañen, la crisis no ha corregido los malos hábitos, todo lo más, los ha
frenado por falta de financiación o, simplemente ha forzado a practicarlos de
manera más discreta.
Francisco J.
Bastida
Catedrático
de Derecho Constitucional
Universidad
de Oviedo
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